El maestro evoca una temporada en Nueva York subsumido en la invasión pictórica que concentró a los nuevos salvajes alemanes, los neoexpresionistas americanos y la transvanguardia italiana en la Gran Manzana.
En el año 1977 —había terminado la Escuela en 1976—, me fui a Nueva York a hacer mi maestría en Bellas Artes (MFA). Tenía una beca Fulbright y, entre las universidades que me aceptaron en Estados Unidos, escogí el Pratt Institute. Lo importante era llegar a la ciudad que era para mí una especie de Olimpo, donde trabajaron mis dioses personales.
Se comentaba mucho que «el centro del arte» se había mudado a Nueva York en los años 40. París estaba ocupada por los nazis y muchos intelectuales y artistas acababan de emigrar a la ciudad americana. En los últimos años en la Escuela, de la mano de Szyszlo, que era nuestro profesor y maestro, recorrimos las biografías y pinturas de los artistas que eran parte de la llamada escuela de Nueva York: Rothko, Pollock, De Kooning, Gorky y otros más.
Era el reino de la pintura, de la materia y del gesto. Finalmente, la abstracción había «liberado a la pintura de las historias» y se expresaba pura en una narrativa más bien desde la plástica. La composición, el dibujo, el gesto, los colores, las texturas. Es decir, los elementos que han sostenido la pintura a través de los siglos.
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Siempre tuve conciencia de que en la Escuela de Artes Plásticas de la Pontificia Universidad Católica, fundada por Adolfo Winternitz, un pintor y vitralista nacido en Viena a principios del siglo XX, nos formaron en una disciplina que tenía sus raíces en la paleta cezaniana, el expresionismo alemán y la Bauhaus. Nada más lógico entonces que continuar mi formación en Nueva York, donde me encontraría con una enseñanza cuyos fundamentos provenían de las mismas canteras.
Y así fue.
En el Pratt Institute muchas veces la manera de impartir conocimiento se acercaba a lo que aprendí en la Escuela, de modo tal que nos hacían hacer los mismos ejercicios que había hecho con Winternitz y Julia Navarrete en mis primeros años de estudiante.
En el Pratt Institute teníamos algunos profesores mayores que, en su momento, fueron parte de la segunda o tercera generación de expresionistas abstractos y estuvieron cerca de lo que más me interesaba, en el mismo café, en el mismo bar.
Pero el mundo del arte contemporáneo de las galerías era otra cosa.
Pasaron muchos años, el pop art desplazó a los abstractos y este —el pop art— a su vez fue desplazado por el arte conceptual. (Todo esto dicho de manera rápida y generalizando). El asunto es que la pintura como yo la entendía había casi desaparecido de las galerías.
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Al año, se acabó la beca y me regresé a Lima. Traía conmigo 50 telas enrolladas y dibujos —trabajé muchísimo— y estaba más bien lleno de imágenes de las pinturas que miraba con intensidad cuando visitaba los museos.
Retorné frustrado, sin haber encontrado «lo que había ido a buscar». No me había gustado Nueva York.
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En los años siguientes pasaron muchas cosas.
Hice un largo viaje a Europa y el norte de África, «tirando dedo» durante un año, visitando ciudades, museos, islas maravillosas, playas nudistas. En carro, en trenes que cambiaban al cruzar fronteras, en barcos, a pie. Durmiendo en plazas y en bosques. Paseando por ruinas de antiguas civilizaciones fui recorriendo el mundo —visité 53 ciudades— y la historia «hacia atrás». Un día, en el Valle de los Reyes, cerca de Luxor, impresionado por la grandeza y el detalle de los magníficos templos y tumbas, entendí que ese hombre egipcio constructor era ya como nosotros.
Cinco mil años de historia eran «ahora».
Cada cierto tiempo regresaba a Lima poseído de una urgencia de retorno que después de algunos meses olvidaba y, más bien, se me hacía necesario e impostergable salir otra vez.
Cuando uno viaja es como un vicio, ya no se puede dejar de hacerlo. Como pintor, creía firmemente que para desarrollar mi lenguaje era indispensable establecer un diálogo permanente con la obra de otros pintores y con la Historia del Arte. Tenía que viajar a ver pintura, a pararme frente a una naturaleza muerta de Cezanne, a La danza de Matisse, a un Picasso cubista y a muchos otros que descubriría en el camino.
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Entonces, inevitablemente, llegó el momento de volver a viajar y cuando tuve que decidir a qué ciudad iría «por un par de años» a trabajar me resultó clarísimo que esa ciudad era Nueva York.
Algo había entendido en los viajes por Europa y mis estadías en Lima y no tenía ninguna duda de que Nueva York era la siguiente etapa.
Llegué a principios de diciembre del año 1980, un par de días antes de que asesinaran a John Lennon en Central Park. Esta vez, me quedé veinte años.
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En los últimos meses en Lima había estado metido trabajando en unos cuadros que se organizaban en una geometría pastosa y líneas que describían y demarcaban campos de juegos inexistentes. Llegué a Nueva York con esos cuadros bajo el brazo y trabajé en esa dirección por unos meses, confundido y muy inseguro de lo que estaba haciendo.
Me volví a matricular en el Pratt Institute para completar los estudios de la maestría. En realidad nunca me llegué a sentir a gusto en la universidad y después de unas semanas, ya cansado de las clases, abandoné la maestría.
Me alquilé un estudio muy pequeño, demasiado frío en el invierno e insoportable en el verano, en la esquina de la calle 39 y la Sexta Avenida, y me encerré a trabajar. Nunca fue tan difícil pintar y creo que ha sido la única vez que he experimentado por días y semanas ese «terror frente a la hoja en blanco» del que hablan los escritores.
Y de pronto todo cambió.
Llegaron los nuevos salvajes de Alemania, los neoexpresionistas americanos y la transvanguardia italiana. Llegó todo junto, podría decir que el mismo día.
El Soho se llenó de cuadros enormes que desbordaban actitud.
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Un día entré a una galería en un segundo piso y me encontré frente a un cuadro inmenso, tendría unos cuatro metros de alto, donde un personaje trataba de subir una roca en una montaña de pintura. Todo era textura y color, gesto, tamaño.
Estaba, por primera vez, frente a una pintura de la «invasión pictórica» que empezaba a suceder en las galerías. El pintor era Sandro Chia, una de las tres C de la transvanguardia Italiana, y el cuadro se llamaba El ocio de Sísifo. Los otros italianos eran Cucchi y Clemente.
(Después encontraría la obra de Mimmo Paladino, que es el que más me interesa).
Lo recuerdo como si me hubiese sucedido ayer y recuerdo también que pensé: esto es lo que estaba buscando.
Me di media vuelta y regresé apresurado a mi taller. Preparé unos bastidores grandes y me puse a pintar como un iluminado.
A veces me parece que no salí nunca más de ese lugar mental.
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Serie de Ramiro Llona producida entre 1981 y 1982
Por esas cosas de las redes, hoy volví a ver la pintura en una buena reproducción.
Me la quedé mirando por un buen rato y sorprendido imaginé que de pronto lo que había visto la primera vez y se me había quedado incrustado en la mente, como el centro alrededor del cual gira una galaxia, fue a ese personaje empujando con dificultad, pero con mucha decisión y urgencia, la roca hacia la cima de una montaña de pintura.
Quizás fue la metáfora lo que me modificó.
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