Ramiro Llona regresa al dibujo contemplando la belleza suspendida de una modelo etérea que desapareció después de algunas sesiones. De la intensidad de la mirada y la acción de la mano en un mismo impulso nervioso, de la mágica danza entre modelo y pintor, de la quietud y el movimiento nos habla el maestro que —en esta experiencia— prefiere ser todavía aprendiz.
Venía ya tiempo con muchas ganas de volver a dibujar del natural, pero en Lima no es fácil conseguir un modelo. Recuerdo mis clases de dibujo en el Art Student League en Nueva York, todos los modelos eran bailarines, actores de teatro, mimos con un dominio de escena y expresión corporal que rayaban en la perfección. La belleza detenida.
Una serie de circunstancias trajo a mi taller a una persona que me provocaba dibujar. Y comenzamos el trabajo.
En las sesiones de dibujo de desnudo se establece una zona muy misteriosa y que, bien entendida, puede ser mágica. Hay modelos que son extraordinarias. Las vemos pasar repetidamente —por ejemplo, en el París de principios del siglo pasado— por los talleres y los cuadros de los pintores que más nos interesan. Hay pinturas de Francis Bacon que no hubiesen sucedido si la modelo no fuera Henrietta Morales.
La intensidad de la mirada y la acción de la mano sobre la tela, o el papel, son parte del mismo impulso nervioso. Se da una coreografía extraña donde uno de los actores se moviliza poco y el otro está quieto y se deja observar. Hay veces —las pocas— en que ocurre una situación en la que pareciera que el dibujo está hecho por los dos: modelo y pintor.
De regreso a mi historia, la modelo no vino más y me quedé con el dibujo —que cada vez más era un óleo sobre tela— a la mitad. Lo tengo al frente hace semanas y a diario trabajo algo en él, ya de memoria. Anoche empecé a mirar pinturas de Tiziano, de Venus, de Danae, de cómo Zeus llega disfrazado de una lluvia de oro que deposita en el busto de Danae y la embaraza.
Hoy hice una ventana en el cuadro y me di cuenta de que viene más, mucho más. El dibujo en carbón de la modelo ausente será una pintura.
Como las cosas a veces no vienen solas, me encargaron —por primera vez en toda mi carrera— hacer un retrato. Superado el pánico inicial, me encantó la experiencia y pinté con muchísima entrega y gusto. Trabajé doce horas diarias, por semanas, pintando con la materia como si quisiera modelar el rostro con óleo. Detrás de la persona, pinté los cuadros que están apoyados en la pared del taller. Entre Matisse y Freud.
Salirse de la zona de confort es una experiencia llena de recompensas. Tengo la vida por delante para seguir aprendiendo a pintar.
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